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Las últimas semanas han sido difíciles. Primero salieron a la luz las noticias del caso de la Universidad de Baylor y el reconocimiento, una vez más, de las conexiones entre interpretaciones teológicas y bíblicas inapropiadas y la cultura patriarcal que cosifica y oprime a las mujeres. Dos artículos excelentes sobre este tema son el de Kyndall Rae Rothaus, publicado aquí mismo y otro por Susan Shaw. Para quienes somos personas cristianas y bautistas, estas autoras acercan a nuestro entorno inmediato estos asuntos y sus implicaciones. No me voy a explayar más en ellos; usted puede leer los artículos y ver claramente las conexiones.
Luego salieron a la luz las noticias acerca del caso de violación en la Universidad de Stanford. La semana pasada fue muy ocupada para mí porque tuve que empacar mi oficina para cambiarme a un nuevo campus, así que me tomó algunos días el leer completamente la dolorosa carta que la victima presentó ante la corte, dirigiéndola principalmente al violador. Después de leerla, todos los sentimientos que había acumulado en las últimas semanas afloraron entremezclados. Me sentí apesadumbrada con lo que parece ser una situación plagada de desesperanza.
Al mismo tiempo, como en otras situaciones en las cuales me siento de esta manera, recordé que al centro del cristianismo y del evangelio existe la esperanza como un elemento vital. Esperanza de que las cosas van a cambiar, y que necesitamos hacer todo lo que esté en nuestras manos para transformar situaciones. Recordé también, como en otras ocasiones, que no soy Cristo, ni quien salva al mundo, sólo soy su ayudante.
Como ha habido muchos escritos excelentes sobre estos casos, no voy a intentar escribir más sobre ellos. En lugar de hacer eso, voy a compartir algunas de mis experiencias como profesora al tratar de hacer algo para combatir este mal en nuestras iglesias y sociedad. Mi oración es que estas experiencias le inspiren a pensar en lo que usted puede hacer al respecto, afirmen lo que ya está haciendo, o le animen a hacer más. Si bien es cierto que las y los ciudadanos comunes como usted y yo no generaremos un gran cambio mundial, siempre hay algo que podemos hacer. Hay personas a nuestro alrededor, allí dentro de nuestro círculo de influencia, para las cuales podemos ser de bendición.
Como profesora estoy de acuerdo con el pedagogo brasileño Paulo Freire quien afirma que: “La educación… se vuelve una práctica de libertad, el medio a través del cual hombres y mujeres lidian de una manera crítica y creativa con la realidad y descubren cómo participar en la transformación de su mundo”.
Por lo tanto, la educación no es solamente transferencia de información, sino el traer un profundo sentido de transformación para ambas partes, estudiantes y maestros/as. Experimenté este sentido de transformación al recibir mi educación, especialmente en el seminario, y espero estar facilitando una transformación similar para mis estudiantes.
Por lo tanto, cuando doy clases, pienso no solamente en la materia que estoy enseñando, sino también en el impacto general de la experiencia de clase en todas las áreas de la vida del o la estudiante. En el caso particular del abuso, ya sea sexual o de algún otro tipo, creo que como educadora tengo la responsabilidad de incorporar, de alguna manera, conversaciones sobre este tema en mis clases, así como también de otros temas de vida que considero que un/a estudiante con buena formación debe de conocer y trabajar.
Por supuesto, hay algunas clases en las cuales estos temas complicados encajan fácilmente, y otras en las cuales los debo de empujar. En ambos casos, mi responsabilidad es abrir la puerta a estas conversaciones difíciles. Por ejemplo, en mi clase intensiva de este mes de mayo, el programa de clases no incluía los temas específicos de violencia y abuso, sin embargo una mañana les envié a mis estudiantes las ligas de los dos artículos sobre Baylor que mencioné arriba. Les pedí que los leyeran y que estuvieran listos/as para comentarlos durante la apertura de la clase. Ya que terminamos esa conversación, procedimos a continuar con el tema programado para ese día.
Con la meta de preparar un ambiente seguro de conversación, requiero en muchas de mis clases un pacto de confidencialidad para que así tanto los/as estudiantes, como yo, nos sintamos en libertad de hablar sobre estos temas difíciles. El resultado de estos esfuerzos es que a través de mis años de enseñanza he escuchado muchas historias de abuso (sexual, físico, verbal, emocional y financiero). Tengo la bendición de trabajar con una población estudiantil diversa, que fluctúa en edad desde la/el estudiante universitario tradicional hasta abuelos y abuelas. Así que algunas de estas historias son antiguas, pero todavía con necesidad de salir a la luz y encontrar resolución y sanidad.
Mientras limpiaba mi oficina la semana pasada, tuve la oportunidad de ver otra vez antiguos trabajos y exámenes de mis estudiantes, y recordé a diferentes grupos y clases. Tuve un grupo en particular donde cuatro de las cinco mujeres inscritas reconocieron el haber sido víctimas de abuso sexual en algún momento de sus vidas. En clases similares, estudiantes varones han reconocido también el ser víctimas de abuso sexual. Para algunos/as estudiantes, ésta era la primera ocasión que reconocían de una manera pública el abuso. Algunos/as han regresado tiempo después para compartirme que esta experiencia fue el principio del camino a la recuperación y a encontrar una vida mejor.
Tengo bien claro que yo soy la maestra de teología, y no la terapeuta. Así que mi tarea es crear un ambiente abierto y seguro donde enseñar y trabajar con estos temas. Después de que alguien reconoce un abuso, escuchó atentamente, y luego dirijo al o la estudiante a donde pueda recibir más ayuda.
De la misma manera, en la medida que sea posible, trato de incorporar estos temas difíciles en otros lugares donde hablo, tales como conferencias con mujeres, líderes de iglesias, pastores y pastoras, y familias pastorales. Los resultados son similares: reconocer experiencias de abuso y empezar un proceso de liberación.
Reconozco también que gracias a Dios hay muchas personas que nunca han experimentado estos eventos traumáticos. Sin embargo, el que escuchen estas historias de abuso es benéfico también para ellos/as, pues se dan cuenta que estas experiencias son reales, y comprenden que necesitamos unir nuestros esfuerzos para prevenir el abuso y hacer de este mundo un mejor lugar.
Mi otro papel primario es como mamá. Quienes somos padres y madres, tenemos la responsabilidad de educar a nuestros hijos e hijas sobre estos temas difíciles. Me uno a las voces que sugieren el leer y platicar sobre la carta de la víctima de violación en Stanford con nuestros hijos e hijas adolescentes, mayores de quince años. Lo acabo de hacer, y no fue fácil. Sin embargo, esta carta es un gran documento que abre las puertas para hablar no sólo de la violación, sus consecuencias, su conexión con el alcohol, y las relaciones sexuales con consentimiento, sino que también habla acerca de la solidaridad, el apoyo, la familia, la comunidad, e interesantemente, sobre la bondad y la esperanza.
Esta es mi trinchera como madre y profesora. ¿Cuál es la suya? ¿Qué puede hacer al respecto?
Si usted está en el ministerio pastoral, Kyndall Rae Rothaus sugiere diez cosas que su iglesia puede hacer para combatir el abuso.
Que Dios nos ayude en esta tarea de compartir su sanidad entre aquellas personas que sufren y anhelan encontrar un camino a la recuperación y liberación. ¡Amén!