An English version is available here.
Los últimos días han sido difíciles a nivel estatal, nacional e internacional.
El huracán Harvey dejó tanta devastación en Texas y Luisiana. Las noticias sobre inmigración han sido tan desalentadoras: el terror de las personas inmigrantes indocumentadas quienes enfrentaban inundaciones debido a Harvey, pero sentían que no podían pedir ayuda o evacuar por miedo a volverse visibles y por lo tanto sujetas a deportación; la inminente implementación de la ley SB4 de Texas que habría dado “…a las autoridades locales el poder de preguntar el estatus migratorio de una persona durante interacciones rutinarias como el parar a alguien por una falta al conducir….” y la cual “… exigía que autoridades locales cumplieran con las solicitudes de autoridades federales de inmigración de detener a cualquier persona sospechosa de estar en el país ilegalmente”. Si las autoridades locales se negaban a cooperar, podrían perder sus empleos. Gracias a Dios un juez federal bloqueó temporalmente esta ley. A nivel nacional, las y los “soñadores” protegidos por DACA, se enfrentan a un futuro incierto y riesgoso bajo la administración del Presidente Trump.
Como si esto no fuera suficiente, en la escena internacional, las inundaciones en el sur de Asia dejaron mucha devastación y mataron a cientos de personas en la India, Nepal y Bangladesh. Al preparar mis clases de la semana pasada, no podía dejar de pensar en todos estos eventos. Asumiendo que una buen parte del estudiantado podría estar preocupado también por estos sucesos, decidí comenzar mis clases preguntando si alguien tenía familiares o amistades en las áreas más afectadas por el huracán Harvey. Después de ver varias manos levantadas, procedí a orar por mis estudiantes, sus personas amadas, y la situación en Texas, Estados Unidos y el mundo.
Al terminar de orar, les expliqué que estos días habían sido muy extraños para mí. Les dije que ciertamente me alegraba de que Harvey se hubiera detenido en los límites de San Antonio, y que luego se hubiera desviado, pero que me sentía algo apenada y perturbada cada vez que decía: “Gracias a Dios, Harvey no llegó a San Antonio”.
Continué compartiendo: “Sé que la gente de San Antonio había pedido oraciones por protección, ciertamente yo lo hice, y miembros de mi familia y amistades me aseguraron que nos mantendrían en sus oraciones. Pero estoy segura de que buenas personas cristianas en Rockport, Corpus Christi y Houston estaban orando también por lo mismo. Sin embargo, la gente de San Antonio se libró, pero no fue así para las personas de los otros lugares. ¿Nos hace esto mejores que estas otras personas? ¿Qué acaso gozamos más del favor de Dios? ¡Ciertamente no! ¡No somos mejores! ¿Qué pasó? ¿Por qué sucedió? Como teóloga, sé que estamos frente al misterio de Dios… Por supuesto, estoy agradecida de que nuestra ciudad se libró de este desastre, pero al mismo tiempo me siento muy incómoda”.
Un poco después conversé sobre esta experiencia con uno de mis estimados colegas, el profesor Craig Bird. Le expliqué cómo estos sentimientos eran algo que no podía describir con precisión; mucho menos darles un nombre. En un tono compasivo, me dijo: “Estas experimentando la culpa de quien sobrevive”. El término me sonó bien. Lo anoté, y como buena intelectual, procedí a investigarlo.
“La culpa de quien sobrevive puede ser una respuesta inmediata a la tragedia ….” Es sentirse “culpable por haber vivido”. Litsa Williams and Eleanor Haley describen la culpa de quien sobrevive como: “una sensación de profunda culpa que se produce cuando una persona sobrevive a algo,” como la guerra, los desastres naturales, accidentes automovilísticos, acciones violentas o enfermedades mortales.
En mi caso, creo que estaba experimentando una doble culpa de quien sobrevive. Por un lado, experimenté la culpabilidad de sobrevivir al huracán Harvey, y por otro, la culpabilidad de sobrevivir a duras leyes de inmigración. Si bien es cierto que soy una inmigrante que llegó a Estados Unidos como estudiante internacional, nunca he experimentado la angustia de ser una inmigrante indocumentada o refugiada.
Sí, me siento bendecida de que no he pasado por estas experiencias, pero al mismo tiempo me siento incómoda. De hecho, me sentía tan incómoda que ya había preparado un tema más raso y placentero para esta columna. Sin embargo, tuve que seguir el consejo que a menudo le doy a mis estudiantes: “Si te provoca incomodidad, no huyas, sigue explorando”. Y me da gusto que así lo hice.
Cuando comencé a entender la culpa de quien sobrevive, me pregunté sobre cuántas personas más la estarían experimentando. Además, supongo que mucha gente que vive en las zonas más afectadas por el huracán Harvey, pero que no sufrieron daños extremos, también sentirá esta culpa.
Puesto que la culpa debilita, desempodera y paraliza, es importante que las personas que están experimentando la culpa de quien sobrevive, puedan procesarla apropiadamente, por su propio bien, pero también por el bienestar de sus comunidades.
A manera de lidiar con esta culpa, Williams y Haley sugieren que es importante:
- admitir los sentimientos de culpa
- reconocer que otras personas están pasando por los mismos sentimientos
- aprender que los sentimientos de gratitud y duelo pueden coexistir juntos
- dejar de lado el cuestionamiento (¿por qué?)
- abrazar la vida
- aprender más sobre el tema
- hacer algo constructivo con estos sentimientos, tal y como ayudar a otras personas
- si es necesario, buscar ayuda profesional
Por último, Williams y Haley enfatizan que aunque la culpa de quien sobrevive puede ser un indicador del trastorno de estrés postraumático (TEPT), una persona puede experimentar la culpa de quien sobrevive sin tener este diagnóstico.
Para la gente cristiana, las disciplinas espirituales que conducen al desarrollo y fortalecimiento de la fe, son también elementos importantes en este proceso de sanidad. Recordemos que el ministerio de Jesús fue integral, y que él se preocupa por todas las áreas de nuestras vidas.
Las comunidades en Texas y en otros lugares están siendo golpeadas duramente, ya sea por desastres naturales o por eventos políticos y sociales que demandan acción. Si bien es cierto que la culpa puede ser paralizante, también es cierto que los sentimientos procesados pueden convertirse en una fuente de fortaleza y empoderamiento que puede transformar la vida de una persona, y a su vez transformar, en el nombre de Dios, familias, iglesias y comunidades enteras.
Dios nos ayude para lidiar con todos nuestros sentimientos, emociones y pérdidas. La culpa puede ser paralizante, pero dadas las circunstancias, ¡no podemos paralizarnos! Como los pies y manos de Jesús, necesitamos estar presentes, de la mejor manera posible, tanto en las áreas de desastres naturales como en la escena política. ¡Nuestras hermanas y hermanos nos necesitan! ¡No hay tiempo ni energía que perder!