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Este domingo pasado, en el cual de acuerdo al calendario litúrgico se celebró el día de Pentecostés, me llevó a meditar una vez más en mi relación personal con la doctrina del Espíritu Santo.
Uno de mis primeros recuerdos de una reflexión seria y dolorosa de esta doctrina sucedió en los setentas cuando yo estaba en mi adolescencia. Estaba en la sala de la casa de mi abuelo y abuela, rodeada por ellos y por tías/os, tías abuelas y primos/as. Vengo de una familia grande que solía ser completamente bautista, y que fue tocada por “la segunda ola del movimiento pentecostal/carismático” (Peter Wagner), la cual marcó las vidas de muchas familias, iglesias, y denominaciones alrededor del mundo.
Al momento de este incidente, un buen número de mis parientes se habían unido al movimiento carismático. Recuerdo el haber observado una acalorada discusión entre los miembros de mi familia. De hecho, en momentos temía que iban a llegar a los golpes. La discusión se centraba en temas de espiritualidad, el Espíritu Santo, conocimiento bíblico, e irónicamente, amor.
¿Suena familiar? ¡Sí lo es! Años después me di cuenta que era como una historia tomada de la Primera Carta a los Corintios. Un segmento intentando descontar al otro, al adjudicarse un nivel más alto de espiritualidad y conocimiento.
¡Decidí dejar a esta doctrina por la paz!
Representaba mucho problema, conflicto, división y dolor. Además de estas cuestiones, en mi mundo bautista si alguien quería ser aceptado como una buena persona bautista, tenía que afirmar que las profecías se habían acabado y que las lenguas habían cesado (I Corintios 13:8b). ¡Por supuesto, mis parientes carismáticos/as estaban en total desacuerdo!
Esta perspectiva y uso de los dones especiales/milagrosos (hablar en lenguas, milagros y exorcismos) no era la única cuestión, aunque sí una muy importante. Al estudiar la historia bautista, es claro para mí, que al menos en muchos países latinoamericanos, y entre muchos latinos/as bautistas en los Estados Unidos de América, su identidad bautista fue definida antitéticamente. El siglo XIX fue marcado por un fuerte anti-catolicismo, y el XX continuó con el mismo sentimiento anti-católico más un fuerte sentimiento anti- pentecostal/carismático.
Básicamente esto significó un rechazo a muchas de las creencias y prácticas que estos dos grupos seguían. Por lo tanto, lo que la gente católica y pentecostal/carismática hacía, nosotros/as (bautistas) no lo hacíamos. Esto trajo consecuencias para las vidas de las personas bautistas.
En relación a la doctrina del Espíritu Santo, esto afectó las perspectivas bautistas sobre los dones especiales/milagrosos, la adoración, la mujer en el ministerio, y lo más importante, produjo un distanciamiento tanto del Espíritu Santo (al menos de la doctrina), como de otras personas cristianas que piensan y actúan diferente a nosotros/as.
A pesar de mi decisión de mantenerme alejada de esta doctrina, como todo asunto no resuelto, volvía una y otra vez.
Diez o doce años después del incidente en la casa de mi abuelo y abuela (1988), se me asignó en el seminario al que asistía el que leyera el libro Christian Theology (Teología Sistemática en español) de Millard Erickson. Viniendo de mi contexto particular, fue refrescante el encontrar a un teólogo bautista dispuesto a escribir acerca de los dones milagrosos de una forma sólida, responsable, respetuosa y bíblica.
Encontré un cierto sentido de paz con Erickson, y una vez más dejé el asunto a un lado.
Adelantémonos doce años más; Empecé a dar clases de teología en mi institución actual. Para mi sorpresa, descubrí que un número significante de mis estudiantes de teología venían de iglesias hispanas pentecostales/carismáticas, mientras que el otro grupo venía principalmente de iglesias hispanas bautistas tradicionales. El asunto regresó de nuevo pues debía de impartir una clase sobre este tema que fuera significativa para ambos lados, y además me encontraba frente al desafío de promover un diálogo respetuoso y productivo entre estos dos grupos tan diferentes.
A estas alturas, debo de confesar que el tema seguía siendo doloroso para mí. Cada año empezaba (todavía lo hago) mi clase sobre el Espíritu Santo narrando mi experiencia en la sala de mi abuelo y abuela, y la subsecuente división que se dio en mi iglesia.
Adelantémonos nueve años más (2009); Estaba convencida que necesitaba encontrar alguna resolución a mis propias cuestiones con esta doctrina. Así que en lugar de seguir huyendo, decidí sumergirme a propósito en el estudio de ésta. ¿Cuál fue la mejor manera de hacerlo? Enseñando toda una clase semestral sobre el Espíritu Santo. Teniendo estudiantes con contextos tanto pentecostales/carismáticos como bautistas, fue un desafío encontrar un libro de texto que pudiera hablarles a los dos grupos, y que promoviera relaciones respetuosas y pacíficas entre ellos/as.
Me llené de agradecimiento al descubrir el libro de Michael Green I believe in the Holy Spirit (Creo en el Espíritu Santo en español). Cuando leí en la introducción que él había escrito este libro porque había experimentado la coexistencia respetuosa de personas carismáticas y no-carismáticas, y que la convicción fundamental de su libro es que “el Espíritu Santo anhela traer unidad” (p. 8), supe que éste era el libro correcto.
He enseñado esta clase varias veces, y cada una ha sido una experiencia excelente y sanadora. Al alabar y reprender a ambos grupos, Michael Green nos ha desafiado a mis estudiantes y a mí a lidiar con usos incorrectos tanto del lenguaje como de conceptos, los cuales han creado conflictos. Además nos ha inspirado a encontrar posturas y lenguaje afines para que verdaderamente hagamos un esfuerzo para procurar “mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3, RVR 1995).
Esta unidad en el Espíritu es vital para la iglesia, como el cuerpo universal de Cristo que se extiende a través de todas las denominaciones. Jesús enfatizó en su oración sacerdotal que las personas creyentes necesitan estar en unidad, para que el mundo pueda creer en él (Juan 17:20-23). Este pasaje parece indicar que esta unidad es un requisito para un evangelismo efectivo. Por lo tanto, no es de sorprenderse que los poderes malignos de este mundo muevan a la iglesia universal terrenal a pelear constantemente. De esta manera, nos mantenemos distraídos con nuestros conflictos, en lugar de invertir toda nuestra energía en el trabajo del Reino de Dios.
Aludiendo a esta unidad y amor dentro del cuerpo de Cristo (1 Corintios 12-14), Millard Erickson desafía a las personas cristianas a que en lugar de que busquen un don en particular, mejor busquen ser llenos del Espíritu Santo, y vivir de acuerdo al fruto del Espíritu (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza). Ya que vivamos realmente de esta manera, el Espíritu Santo nos revelará/dará los dones particulares que ha estipulado para nosotros/as (Christian Theology, pp. 881-882).
De acuerdo a esto, cualquiera de los dones del Espíritu, sin el fruto del Espíritu, especialmente el amor, de nada sirve.
Esta parte de mi historia presenta desafíos específicos en cuanto a la unidad que el Espíritu Santo anhela traer. ¿Qué desafíos particulares está usted experimentando en su peregrinaje cristiano en relación a la unidad del Espíritu?
Independientemente de los que sean, el mandato bíblico es claro: “Procurando mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. ¿Está el apóstol Pablo hablándoles a todas las personas cristianas, incluyéndonos a usted y a mí? ¡Sí, sí lo está! En donde sea que estemos desarrollando nuestras vidas y ministerios, la unidad debe de ser una prioridad … para que el mundo pueda creer en Jesús. ¡Amén!