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Estuve enferma durante dos meses en el primer trimestre de mi embarazo de alto riesgo. Ya no tenía los medicamentos que me ayudaron a controlar una condición crónica. La fatiga implacable y el dolor insidioso después de un episodio de fibromialgia hicieron de esos tres primeros meses algo insoportable. Durante 12 semanas consecutivas y sin respiro sentí un dolor de cabeza agudo, con la fuerza de 10 migrañas. Los síntomas de abstinencia se agravaron por las náuseas y los vómitos.
Si mi cuerpo estaba débil, mi espíritu agonizaba. Los dos abortos involuntarios que había experimentado el año anterior estaban presentes en mi mente más que nunca. Lloraba a menudo por la desesperación, aterrorizada ante la posibilidad de que la muerte pudiese vencer mi matriz una vez más. Apenas tenía la energía suficiente para continuar durante el día, y rara vez tenía la fuerza suficiente para salir de casa.
Los domingos me quedaba en casa descansando, mientras mi esposo, Gabe, y nuestra hija de 5 años, Belén, iban a la iglesia. Un domingo en la mañana, desesperada porque mi comunidad de fe tuviese la fe que a mí me faltaba, le solicité a Gabe que le pidiera al padre Will, nuestro sacerdote, una oración por mí. Belén, tan atenta como siempre, escuchó la conversación y debió sentir la urgencia de mi solicitud.
En cuanto Gabe se acercó al padre Will esa mañana durante la misa para interceder por mí, Belén lo siguió de cerca. El padre Will ungió a Gabe con aceite, y tomó la pequeña mano de Belén ungiéndola con aceite también. Gabe me contó cómo Belén mantuvo su mano curvada sosteniendo el aceite e inmediatamente colocó su otra mano encima para proteger el aceite. Aunque el aceite ya se había secado en la mano de Gabe cuando llegó a casa, Belén había mantenido el aceite intacto en su mano durante y después del servicio.
Cuando estaban abordando el auto después de salir de la iglesia, Belén le pidió a Gabe que la levantara en su asiento para no contaminar el aceite. Él la ayudó a levantarse y la abrochó. Durante el trayecto a casa, ella mantuvo su mano ungida en forma de curva y utilizó la otra mano como escudo para proteger el aceite. Cuando llegaron, Belén le pidió a su papá que la ayudara salir del auto, y ella corrió hacia mí con sus pequeña mano ahuecada. Fue entonces cuando, suavemente, ungió mi mano con el aceite de la suya.
Ella creía que el aceite me iba a sanar, expresando con la fe de mil semillas de mostaza: “¡Mamá, ahora te sientes mejor!” Ella sabía, a la tierna de edad de 5 años, que Dios me iba a restaurar. A diferencia de mi mente, la de ella no dudaba: Ella tenía más que suficiente con la certeza de su fe de niña.
Con esa misma fe inquebrantable, Belén fue la primera en nombrar al bebé unos meses después cuando le contamos que íbamos a tener un niño. Ella reclamó, también, al bebé diciendo: “El nombre de mi bebé es Lego, Mamá”. (Las fichas de Lego son sus juguetes favoritos). Desde ahí en adelante, Belén llamaría al bebé desde fuera del útero: ¡Lego! ¡Lego! ¡Te amo, Lego!” Él pateaba cada vez que escuchaba su voz.
Aunque Belén es una niña tímida, compartía fervientemente su alegría con el mundo. Le hacía saber a maestros, amigos y extraños: “Voy a tener un bebé, y su nombre es Lego”. Cuando oraba por Lego, manifestaba: “Gracias, Dios, porque el bebé Lego sale de la panza de mi Mami”. Belén, ciertamente, creyó. Después de escuchar sus plegarias, nosotros también, inevitablemente, empezamos a confiar en la fidelidad de Dios.
Mi embarazo fue, física y espiritualmente, extenuante. A menudo fue, también, terriblemente doloroso hasta el momento en que di a luz. Pero nunca estuve sola, ni perdí la fe. La fe es tan comunitaria como personal, y es por eso que le fe de Belén me sostuvo. A pesar de ser uno de los miembros más pequeños de mi comunidad espiritual, ella demostró una fe que rara vez he presenciado en personas adultas. Los más pequeños son, a menudo, los más grandes profetas.
Me aferré a la fe de Belén, un día a la vez, y Dios fue fiel. El bebé amado de Belén nació hace dos meses. Orlando se parece mucho a su hermana, ambos creados inequívocamente a imagen de Dios. Belén lo ama profundamente.
De mi hija de 5 años he aprendido que el reino de Dios le pertenece a los más pequeños, en quienes el Espíritu habita. Escucho diariamente las oraciones de Belén. Las escucho con atención porque por medio de la boca de los niños Dios fortalece a su pueblo. Empoderada por Dios, entonces proclamo:
“Gracias, Espíritu, por concederme tu bendita promesa a través del sagrado corazón de mi pequeñita. Dame la fe del fruto de mi vientre, para que también yo pueda heredar tu gloria. Ayúdame, Señor, a ser más como tu hija amada, Belén. Amén.”